Emili
Canción sugerida
para la lectura:
“Mi próximo
movimiento” - El mató a un policía motorizado
I
Emili despertó tarde por la mañana,
sobresaltada, eran las siete y seis minutos y sus pequeños pies descalzos volvían
a tocar el piso después de un día cansador. Era lunes. Casi corriendo fue al
baño, mojo sus mejillas con agua fría y se miró sin esmero en el espejo. Que
hermosa era Emili… Sus ojos eran negros y grandes, limpios, su pelo castaño
largo hasta los hombros eran el contexto perfecto para sus labios apenas
gruesos y rosados. Tenía once años pero la mueca en su cara manifestaba una
experiencia inmensa en eso de la vida y todo lo otro. Sin ir más lejos y a modo
de ejemplo de su madurez, casi toda la noche del domingo había estado ayudando a su madre a reconectar la luz que
habían cortado ese mismo días dos señores de overol azul, por la falta de pago.
Mientras su madre manipulaba con pinzas los cables, ella hacía de campana en el
portal de la casa y ocasionalmente hasta colaboraba alumbrando con una linterna
la zona chispeante y peligrosa. Ambas celebraron con torta de chocolate cuando
la luz volvió, pero Emili había concebido el sueño muy tarde en la madrugada y su
cuerpo aun estaba cansado. Lavó rápido sus dientes y dejó para orinar en la
escuela, se hacía tarde. De nuevo en su improvisado dormitorio armado en una
esquina del living, notó que Nelly su muñeca de felpa estaba caída bajo la
cama. Calzándose las guillerminas cinchó a Nelly de uno de sus brazos para
dejarla boca abajo sobre la almohada. Se puso rápido su vestido favorito, el
que hace un año vestía exclusivamente para los cumpleaños: bordo, lunares casi
invisibles color blanco, largo por debajo de las rodillas, de ensueño. Mientras
se abotonaba ágilmente la túnica –que se prendía por la espalda y era difícil-
su pelo le tapaba la cara por lo que sólo el brillo en sus mejillas reflejaba
en la ventana. Que hermosa era Emili… Con ayuda de un espejo se colocó el moño
escolar en el cuello pero no lograba dejarlo derecho. Intentó girarlo con las
manos pero al soltarlo volvía a torcerse; sin querer encontró sus propios ojos
en el espejo y quedo unos segundos inmóvil, acerco la mirada hasta enfrentarse
a sí misma, y giró la cabeza. Desde este punto de vista, con la cabeza
colgante, el moño se veía bien. Muchas cosas en su entorno, si ella las miraba
con la cabeza apenas inclinada, se veían mejor. Revolviendo la mochila confirmó
que todo estaba en su lugar hasta que impredeciblemente, una fría sensación de
euforia y seguridad la invadió por completo. Nunca supo que fue aquel extraño
magnetismo que la poseyó, pero drásticamente torció su pensamiento hasta
despabilarla por completo. Abriendo grande los ojos que parecían negras perlas de
mármol, entendió que hoy sería el gran día del que tanto había leído en sus
libros favoritos. Emili adoraba leer, era lo único que hacía en compañía de
Nelly su amiga de felpa: desde “Cuentos de la Selva” de Quiroga hasta “Veinte
mil leguas de viaje submarino” de Julio Verne, la pequeña leía sin parar los
libros que le regalaba su abuelo todos los meses. Su temprana e intensa
experiencia en la lectura de grandes obras había despertado en ella la
sensación de que cada libro, cada relato que conocía, era un pequeño eslabón de
algo inmenso, dueño de sublimes revelaciones para su espíritu. Aquella energía
inquieta que le atravesaba el cuerpo llenándola de poder le decía que algo
grande ocurriría. El de hoy no sería un día más. Olvidándose del reloj por un
rato, le dio play al disco que le
había dejado Felipe antes de irse de viaje y que siempre estaba en el equipo de
música. Felipe era aparte de su hermano el mejor amigo de Emili, quien luego de
que ella cumpliera ocho años había desaparecido y nada se sabía de él. Envió
por quince meses postales a su hermana con pequeños poemas hasta que perdieron
contacto. Ella lo amaba y sabía que se volverían a ver. “Adiós Caballo Español” de Massacre invadió los espacios de
sonoridad y Emili respiro emocionada. Fue hasta su caja de cosas secretas y con
especial cuidado sacó un largo objeto envuelto en un paño de terciopelo azul.
Era lo único que conservaba de su difunto padre. Lo sostuvo con ambas manos y
suavemente lo guardó en la mochila. Hoy
era el día, hoy sería su turno de decir adiós y crecer hacia el infinito. Se
acomodó la mochila y la túnica, corrió al cuarto de su madre quien dormía
profundamente, le dejó un dulce beso sobre los labios y de paso por la cocina
tomó una porción de torta de chocolate para luego desaparecer tras el resplandor
del zaguán que la veía irse hacía la escuela. Que hermosa era Emili…
II
Lucía le dictó con voz nerviosa las
respuestas a las preguntas que les habían enviado de deber antes del fin de
semana y que Emili había olvidado contestar. En dos minutos, sus deberes
estaban hechos. A media mañana, luego del recreo, la maestra se enojó al verla
dormir sobre su pupitre. Los compañeros reían por los ronquidos de la niña,
quien al despertarse y verlos a todos observarla atinó a tomar su mochila y
correr hacía la salida. Nadie pudo detenerla. Atravesó el corredor, saltó los
tres escalones que daban a la puerta de la calle y hasta saludo a la limpiadora
quien giró sobre sí misma y la vio salir sin entender nada. Llevaba ya dos
cuadras corriendo y no pudo contener las lágrimas. Pero lejos de detenerse,
corrió más rápido (el llanto en lugar de paralizarla, la impulsaba hacia
adelante). Llegó a la plaza principal de la ciudad, lugar donde había aprendido
a andar en bicicleta con la ayuda de su hermano. Ahí también había comenzado a
leer “El Guardián entre el Centeno” con
él, lo que le trajo recuerdos de cristal. Bajo el fuerte sol de la última hora
de la mañana y con los ojos entrecerrados, descansó un cuarto de hora en su
banco favorito frente a la fuente que episódicamente lanzaba fuertes chorros de
agua. Pensó en sus compañeros de escuela, en lo hirientes que habían sido con
ella. Se tranquilizó al recordar el rostro de Lucía quien tristemente intentaba
defenderla de las burlas. Pensó en lo fácil que había sido escapar de la
escuela. Pensó en Holden Caulfield. Pensó también que si seguía allí sentada
por mucho tiempo se dormiría por la calidez que le brindaba el sol. Sintió
hambre. Sabía que si volvía a casa su madre rezongaría por la situación que la
había sacado de clases. Pero la señal que sentía en el pecho, aquella que había
descubierto temprano al salir de la cama, le sugería que debía volver a casa,
tenía que revelar una realidad que ya no podía ser postergada. Tragó un poco de
amargura necesaria y se paró del asiento (buscó calma). Los autos frenaban
hasta chillar y los peatones se confundían con las vidrieras y sus destellos de
luz. Sin pensarlo mucho dobló por una calle paralela a la principal y bajó
hasta la casa de su abuelo (el único de los abuelos que le quedaba con vida, el
dueño de la biblioteca mágica). Al llegar la puerta estaba abierta, los
esqueletos de las signas en el jardín le dieron terror pero el terror para ella
tenía muchas formas, algunas hasta interesantes, otras hermosas. Entró a la casa,
estaba vacía: en cada uno los muebles de su abuelo pudo percibir una parte de
ella, se veía en los portarretratos durmiendo entre brazos que extrañaba, sentía
el perfume de la familia que nunca llegó a disfrutar volar por el aire. Dejó la
mochila a los pies del enorme sillón junto a la lámpara antigua y se dejó
dormir. Al fin conseguía descansar del agotamiento físico, del pensamiento y
los recuerdos. Que hermosa era Emili…
III
Se sentó en el sillón como sacudida
por un fantasma y tardó en comprender la situación. La casa estaba a oscuras,
todavía vacía, y podía sentir el frío. Tomó su mochila con desesperación y
salió corriendo a la calle. La noche era casi un hecho. Se había hecho
tardísimo. Nubes no muy densas eran atravesadas por débiles rayos de luz color
violeta, fucsia y anaranjado. Mientras más oscuro se ponía, más apuraba Emili
sus pasos sobre la vereda. El peso de la mochila se hacía notar. Estaba
nerviosa, pero como no estarlo con tantas sensaciones en su haber: cada
centímetro sobre el asfalto era un centímetro hacia la revelación que esperaba
encontrar antes del final del día. Lloraba de alegría, de emoción, entendía que
el miedo era solo miedo ante lo desconocido y eso era solo un detalle. Llegó
casi absorta a la zona de su casa, estuvo atenta a que nadie la viese con la
túnica a esas horas de la noche ya que sospechaba que la estarían buscando.
Lentamente bajo por los ya conocidos pastizales de su barrio y se dispuso a
ingresar a su casa por la puerta de atrás. Al llegar, todo estaba oscuro, un
auto de policía teñía de rojo con sus luces el umbral de la casa. Sin dejarse
ver fue hasta la puerta trasera y espió lo que ocurría. Los oficiales en el
frente abrían la puerta con fuerza, podía sentir los ruidos del picaporte
dañado, y escabrosamente vio como esposaban a su madre quien entre gritos y
desconcierto les pedía piedad, un poco de amor, que estaba esperando a su hija que
había desaparecido y que no podía dejar la casa sola. Cual robots programados
los policías tomaban a la mujer de los brazos y la ropa y se disponían a
llevarla al auto. Emili observaba todo con el rostro serio, encantador, como
incapaz de reaccionar de manera lógica ante tanta tristeza. Sin dudarlo, como
si ya fuera parte del plan, y de una manera ágil y simpática, la niña subió por
la escalera que estaba pegada a la pared con su mochila a cuestas. Descansó en
el octavo escalón para acomodarse el pelo tras la oreja izquierda y con
femineidad y dulzura siguió subiendo. Que hermosa era Emili… Al llegar al techo
oscuro, avanzó gateando por entre las tejas y se sentó en un extremo de la casa
a mirar hacia abajo. Los policías ya tenían a su mama en el auto y ésta lloraba
fuera de sí. Emili se sacó la túnica que todavía vestía y la tiró hacía el
patio trasero, abrió su mochila y con mucho cuidado saco el objeto largo
envuelto en terciopelo azul para dejarlo descansar sobre sus piernas, encima
del vestido. En ese momento el auto policial arrancó y por un momento sintió
que su madre la pudo ver por la ventanilla. Ella le tiro un beso y le regalo su
mejor mirada, para luego seguir al auto con los ojos hasta perderse tras los
edificios de la ciudad.
La luna estaba enorme, parecía irreal. La
luz blanca que emitía era tan clara como el sol brillante de un día nublado. En
el cielo las estrellas lucían fantásticas. La sombra de la niña sobre el tejado
era poesía pura. Todo el diseño de aquella realidad y la veracidad de sus
elementos era arte para quién haya alzado la cabeza ese lunes de otoño. Emili
se llenó de alegría y cerro fuerte los ojos para dibujarse un hermoso recuerdo
sobre el cual volver, y volver y volver.
Enseguida miró hacía su falda, retiro el terciopelo azul del objeto que
sostenía entre las rodillas y se encandilo con los reflejos del magnífico rifle
de caño corto que su padre le había
obsequiado. Casi sin querer pudo ver como la ilegal conexión a la luz que había
llevado a cabo con su madre había sido desactivada, aunque nunca relacionó
aquello con la policía y lo que había ocurrido (no había sido la primera vez
que robaban energía eléctrica por la madrugada…) Y ahí se quedó. Por un instante sintió paz y no buscó motivos.
Sacó de su mochila “Franny & Zooey”,
libro de Salinger que estaba por terminar y en complicidad de la luna se quedó
leyendo sin esfuerzos, con el rifle en la falda y la ciudad a sus espaldas,
esperando a que el mundo se revele y la encuentre lista para la batalla.
2 comentarios:
BUENISIMO...
Hacía tiempo tenía en el debe su pieza literaria, señor. Linda historia. Siga dándonos más.
Publicar un comentario