CHAU*
Era viernes y el living de mi casa estallaba en rayos de sol que tejían reflejos desde las ventanas a los espejos, pasando por los porta retratos y los adornos de cerámica; rebotaban sobre la mesa de mármol hasta estrellarse contra el mueble de madera que sostenía mis trofeos de cuando era niño. Éstos, sucios y empolvados, dejaban registro de mis triunfos del pasado, tiempos de bueno sobresaliente y diplomas por los méritos deportivos: esos trofeos sucios eran metas ya muertas, flores secas, pero lucían bien sobre el aparador familiar. La casa estaba en uno de esos días especiales donde parece no tener puertas ni techo: mi madre entraba apurada por la cocina hacia el cuarto, se detenía y pensaba, miraba inquieta cada rincón de mi ropero, de mi cama, y sin buscar nada pretendía encontrar algo importante; mi hermana Lu deambulaba con la mente perdida por entre las cajas a medio llenar y la ropa en el piso, su rostro no disimulaba la tristeza de sus pensamientos, pero igualmente tarareaba la canción Adiós que sonaba desde mi dormitorio a un volumen importante – No es soberbia es amor, poder decir adiós… cantaba Lu con su voz casi muda aunque en una perfecta afinación sobre la voz del cantante. - ¡es crecer! Concluía yo la estrofa desde el living en donde cautelosamente me dedicaba a seleccionar los libros que llevaría conmigo en este primer viaje hacia la capital, mi futura ciudad de residencia. Guarde sin pensar la novela “Factotum” de Bukowski y “The Pearl” de Steinbeck; luego la selección se hizo más fácil. Si bien la actividad me emocionaba, temía mucho a lo que tenía por delante: me encontraba armándome de cosas para abandonar mi guarida, mi rincón en el mundo, cada decisión tomada hoy tendría un rebote directo en el futuro cercano y eso me atemorizaba. Mi preocupación radicaba mas en lo que dejaba que en lo que llevaba conmigo, y eso se aplicaba a cada cosa que me pasaba por ese entonces: si bien mi madre y Lu ayudaban en lo de empaquetar cosas, ambas sabían que lo hacían con el dolor ya instalado de estar alejándose de mí. Esa realidad era evidente ante mis ojos, no podía ignorarlo, pero también se trataba de una cuestión insorteable, parte del desarraigo incluiría momentos de indiscutible angustia y dolor. La tarde se ponía ventosa y nosotros terminábamos de arreglar mi equipaje y alguna caja que debía llevar para mi nuevo hogar, una pensión compartida sobre una conocida calle del barrio Cordón. Totalmente contrariado entre pensamientos y sensaciones físicas, típicas de la ansiedad y el nerviosismo, le propuse a mi madre tomar mates mirando como el sol caía tras los árboles de la casa. Lu se sentó en mi falda y me abrazo fuerte el cuello para hundir su rostro contra mi hombro. El nudo en la garganta apretaba con fuerza. Mi pecho explotaba. Necesitaba salir corriendo calle abajo hasta enfrentarme al rio y dejarle un centenar de lágrimas que ya no aguantaba. Deseaba no tener que tomar decisiones, que todo fuese más sencillo, no tener que despedirme nunca de nada, no ser más espectador de mi propio desmembramiento. Los tres nos abrazamos fuerte, sin mirarnos, con los ojos cerrados, y lloramos con ganas sintiendo nuestra piel, nuestro olor, tocando nuestros cabellos y diciéndonos que nunca nos separaríamos, que nuestro magnetismo nos tendría siempre unidos, estemos donde estemos. Mamá me regalo un poco de dinero, me sugirió que sea prudente y que si bien las cosas en la casa estaban difíciles, que no dudara en pedirle ayuda del tipo que sea en cualquier momento. Me pidió que me cuidara, que comiera sano, y que no me prometiera nada a mi mismo que no pudiese cumplir. Aquello me dejó pensando. Nos reímos con las mejillas todavía mojadas de cómo nuestra perra Lola, frotaba su hocico contra mi entrepierna sollozando, como percibiendo mi pronta partida. Lu me pidió que no dejara de escribirle y que mantuviera fresca en mi memoria la canción que juntos habíamos creado y tanto nos unía; Lu tenía 6 años, pero su inteligencia era muy superior a la de una niña de su edad. De repente nos quedamos cayados. La realidad de nuevo. Otra vez el amor contradiciéndose a sí mismo. La mochila en mis hombros, la guitarra atravesada con la correa contra mi pecho y sobre la valija de ruedas dos cajas medianas un tanto pesadas. Así y todo, podía manejarme con comodidad. Lu me dio su disco favorito, lo guardo ella misma en la funda de la guitarra, besó mis labios cariñosamente y se fue a su cuarto, todavía perdida, con ganas de leer o hacer algo que le distorsione el presente. Mi madre fue conmigo hasta el portal de la casa y abrazándome hasta el alma, como queriendo quedarse con parte de ella, me dijo que me amaba y me esperaría siempre… El taxi interrumpió el momento y yo, como sin vida, me acomodé en el asiento camino a la terminal. No quise mirar hacia los costados, pero explotado en tristeza me despedí con altura y seguridad - Bueno Ma, me voy…
Esa noche por la ventanilla del ómnibus me encontré con el niño de los trofeos. Entre susurros me dijo que me felicitaba y que no me abandonaría jamás. Mientras mis ojos se perdían en la nada me sentí una isla entre los pasajeros, no podía ver más nada que no sea mi paisaje interior. El niño que fui me guiñó un ojo al tiempo que Heroes de David Bowie comenzó a sonar desde los auriculares que llevaba puestos; lo miré con confianza, sonreí con los ojos tristes y en voz alta le dije la palabra que debía decir:
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Este texto fue publicado originalmente en el blog de nuestros amigos TomanDroganPelean
http://tomandroganpelean.blogspot.com.uy/search/label/SEBA el 11 de julio de 2013.
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