Roncha roja

Montevideo: pequeño bosque candente con árboles de cemento, y recortes europeos en las cornisas de los edificios; la gente avanza, se cruza, y por último se pierde tras los horizontes de adoquín, justo allí, donde el sol cae y se estrella contra el abismo.
Y en un apartamento ubicado en las laderas de la ciudad, donde los techos son bajos y los graffitis se apoderan del gris de las paredes, las luces estaban apagadas a excepción de una, que provenía de una pequeña ventana.
La ventana era barroca, con sutiles siluetas simétricas que sobresalían a sus costados: en el interior de la habitación la luz de una veladora reflejaba pertinente sobre las bocanadas de humo que Ernesto soplaba desde sus labios. El aire era espeso, por lo que Ernesto dejó su cigarrillo sobre un papel que resultaba ser un cenicero improvisado para el momento, y reposo sobre la colcha negra de estrellas tornasoladas. La luz ahora indicaba off. En esa posición, con las piernas cruzadas y los brazos sobre su cabeza, entrecerró los ojos, disperso los miles de pensamientos que quisieron intrometerse, y se dispuso a dormir.
El cansancio propio de las caminatas desveladas que Ernesto llevaba a cabo noche a noche, hacían que éste durmiese profundamente con los ojos perdidos y los labios algo entreabiertos. Los sueños comenzaron a sucederse.
Y ahí estaba el, en el patio de baldosas ásperas de la casa de su abuela, con una palito de parra de uvas en la mano, y una enorme galleta campestre a la que le faltaba un trozo con forma de mordisco. Aquel sueño hondo y oscuro presentaba la situación anteriormente mencionada, con el detalle de que Ernesto era un niño de casi siete años y se comportaba como tal; vestía una blusa negra con la cara de Crazy Cat, un pequeño pantalón de pana azul, y unas zapatillas rojas acordonadas como las que continuó utilizando luego en su adolescencia. Estaba ahí, arrodillado en una especie de relieve de baldosas, que simulaba ser un pequeño cerro en las llanuras del patio. La posición de su cuerpo era siniestra, encorvado hacia delante fingiendo un ritual enfermizo, de imágenes repugnantes y sensaciones incómodas. Lo que aquel niño hacia, era una crueldad tan conciente como inocente. Por una parte, con la enorme galleta de campo que sostenía en la mano formaba miles de migas de harina; la función de aquel macizo trozo de pan, era deshacerse con la ayuda de las manos del pequeño, para generar migas que irían a parar sobre el orificio de un considerable hormiguero de tierra negra, que se había gestado entre las ranuras de dos grandes baldosas. Las migas de pan caían de a centenas en un enorme espectro de tamaños: migas pequeñas, migas grotescas, pedacitos de galleta que rebotaban en las laderas del hormiguero de forma débil, y diminutas bolitas de harina que se perdían en el interior del oscuro hueco en la montaña de tierra. Ernesto se divertía mientras aplastaba con paciencia las corazas de las hormigas rojas que intentaban llevar a su majestad las pequeñas porciones de galleta; las observaba obsesionadamente durante un largo rato dejando caer un derrame de saliva desde su estúpida boca (como símbolo espontáneo de toda su idiotez), luego entrecerraba su legañoso ojo derecho para conseguir dirección, y de inmediato presionaba a la hormiga de forma imprudente contra las baldosa caliente de las tardes de sol de infierno. Aquella acción se producía una y otra vez, dedicando un momento especial a cada una de las hormigas. Odiaba matar más de una por pinchazo: esto le provocaba una sensación de vacío que lo perturbaba durante horas. Matarlas una por una, le permitía acumular pequeñas victorias que en su conjunción resultaban un odio maléfico hacia toda la existencia. Gemía entrecortadamente mientras desde su frente y sus brazos caían gotas espesas de transpiración amarilla; al mismo tiempo que machacaba de forma pareja cada una de las hormigas con una fuerza bruta, movía su cabeza como en estado de transe. Los ojos se le inundaron de sangre y se perdían en la profundidad de dos ojeras infinitas. Ernesto, estaba soñando con una escena de su infancia, en la que los problemas lo estaban azotando, y la tristeza era quien tomaba las decisiones.
De pronto, el niño en el patio comenzó a gritar sin pausas de manera terrorífica. Sus gritos eran agudos y estaban visiblemente influidos por el gran dolor que Ernesto retenía en su pecho, que era como un nudo apretado imposible de sostener. Gritaba y gritaba hasta que finalmente, su cuerpo calló sobre el hormiguero con los brazos extendidos y la cara contra el suelo. Las hormigas comenzaron a invadir sus fosas nasales: si bien algunas quedaban atrapadas en su mucosa, otras pisaban sobre estas y seguían hacia el interior de su organismo de forma acelerada. Miles y miles se acopiaban en sus oídos, correteando por el conducto auditivo externo, pisoteando el tímpano y dejándose caer por la trompa de Eustaquio llegando al interior del cuerpo muerto. Todos los orificios de Ernesto estaban multitudinariamente agolpados por hormigas rojas que mordisqueaban el cuerpo como saboreando una victoria, de la cual cada una de ellas era protagonista. El niño estaba muerto. Sus ojos venosos estaban cerrados y su boca yacía abierta con hormigas saliendo y entrando frenéticamente desde los labios. Sus brazos hinchaban y enrojecían monstruosamente, mientras millares de diminutas rojas pujaban fuertemente sobre la piel del niño como queriendo ingresar. Era una escena pavorosa. Triste como pocas. Lamentable y odiosa.
Ernesto despertó sacado de su propio cuerpo. Cuando volvió en si mismo exhalo con fuerzas un angustioso llanto espiritual, que estalló en sus ojos, abiertos, perdidos en la oscuridad espesa de su dormitorio. Cuando las personas lloran presionando fuertemente su pecho, consumiendo grandes bocanadas de oxígeno mientras arrollan sus piernas cerca de su cabeza, el tiempo se detiene y el contexto se vuelve un imposible desierto donde los pensamientos se encuentran y comienzan a golpearse. El dolor se estanco durante horas en el cuarto de Ernesto. Éste afirmó su espalda contra el respaldo de su cama, con las piernas cruzadas y la mirada totalmente neutra. Esos ojos estaban arruinados, con bolsas rojas y cristales vidriosos que revelaban un holocausto existencial. Había cosas en la cabeza de Ernesto que demandaban una explicación. Estaba mal. Ernesto se sentía perdido.
En el cielo, el suave velo del amanecer comenzaba a iluminar los muros de Montevideo. Pequeñas gaviotas urbanas sobre volaban frenéticas de un techo hacia el otro. La tenue brisa primaveral jugueteaba con las ropas colgadas en las cuerdas de las terrazas. Algunos indigentes zigzagueaban en las veredas mientras derramaban porciones de vino tinto: sus piernas con la ayuda de las paredes, avanzaban mientras los borrachos gritaban hacia los primeros rayos de luz, teorías alocadas sobre la conformación del sol. Mientras todo aquello ocurría, Ernesto respiraba irregularmente, mientras tragaba el humo de un cigarrillo que había conseguido en el bolsillo de su camisa, desde el respaldo de una silla de madera. Gracias al despertar, aquel sueño siniestro había terminado.
Esa misma mañana, Ernesto se levanto temprano y desayuno con su madre y hermana. Entre tostadas y tragos de leche caliente, el espíritu del joven se descansaba luego de una noche difícil, en la que los traumas del pasado se habían capitalizado en una escena surrealista de la infancia. Tomó su chaqueta del perchero, revisó sus bolsillos y colocó un par de lentes negros entre sus ojos y la realidad. Todo estaba en su lugar: el encendedor en el bolsillo derecho, los cigarros en la camisa y los caramelos en una guarida secreta de su pantalón. Al salir a la calle que rompía en hervor, salió caminos abajo en busca de sus amigos del barrio.
Mientras tanto, las hormigas en el hormiguero continuaban su ritmo sin pausas. Algunas ingresaban con hojas en su cuerpo. Otras con pedacillos de pan. Y algunas, teñidas en sangre, cargaban restos de piel muerta de alguien cercano, como celebrando el triunfo de las especies subterráneas.
5 comentarios:
Ernesto,
leete esto
(regalos navideños tan literarios como surtidos) ;)
http://www.esnips.com/doc/ce193c8a-e305-43f8-b2f8-7f0106eadaf1/Washington-Cucurto---El-hijo
http://www.librosgratisweb.com/html/puig-manuel/el-beso-de-la-mujer-arana/index.htm
http://www.bolivia-lanovela.com.ar/
http://www.literatura.org/OLamborghini/fiord.html
http://youwilljustdoitallagain.blogspot.com
chin chin
Bueno Seba,para mi gusto escribís muy bien,se nota toda la pasíon que volcás en tus historias que siempre caminan por la delgada línea que divide la realidad con lo irreal...por lo menos esa es mi humilde opinión,se lo difícil que es escribir.Adelante está re interesante,saludos.
que grande javi, es genial que te robes algunos minutos para descansar la vista sobre mi blogg. la idea es escribir para capitalizar sentimientos que andan reprimidos por ahí adentro; si el resultado puede llegar a gustar genial! por esto gracias por el coment, soy asiduo a tu blogg, es muy bueno. un abrazo brother.
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